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La fuga que transformó un rico territorio de América

Retrato de Joao VI de Portugal/Wikimedia Commons
Retrato de Joao VI de Portugal/Wikimedia Commons

El 29 de noviembre de 1808, la ciudad de Lisboa fue sacudida por una noticia casi tan devastadora, en el orden moral, como lo fuera el terremoto que arrasara la ciudad poco más de medio siglo antes: el príncipe Joao, regente de la corona; su madre, María I; su esposa y sus hijos abandonaban el país —ante el incontenible avance de las tropas napoleónicas— y se trasladaban al Brasil protegidos por la Armada británica.

Pero la familia real no se marchaba sola. Con ellos se iban los señores ministros, los consejeros de Estado, los magistrados de justicia, el alto clero y la alta milicia, la corte en pleno y, desde luego, las reservas del Tesoro, las joyas de la Corona, las obras de arte, los objetos suntuarios, los vastos guardarropas e incluso todos los libros de la biblioteca que, al no encontrar estos últimos cabida en el convoy, fueron despachados tiempo después.

La reina María I de Portugal/Wikimedia Commons
La reina María I de Portugal/Wikimedia Commons

Desde luego, no habrían de faltar los grandes empresarios y profesionales de prestigio que, sin formar parte de la nobleza, eran imprescindibles para el funcionamiento de la sociedad: juristas, científicos, médicos, ingenieros, contables… Se trataba de un hecho sin precedentes: todo un Estado, con su completo sistema de organización, que abandonaba su país y su pueblo al invasor extranjero y se mudaba para el otro lado del océano. Es de imaginar el estupor, la frustración y la cólera del pueblo portugués que, de la noche a la mañana, se encontró acéfalo y a merced de sus enemigos. De hecho, se formaron motines callejeros y varios de los que se dirigían a los barcos fueron insultados y apedreados por la multitud.

La travesía hacía América del Sur no habría de ser placentera: aproximadamente dos meses en el mar, viviendo la mayoría en condiciones de hacinamiento y en embarcaciones de escasísima higiene infestadas de plagas: el azote de los piojos en algunos barcos fue tal que muchas mujeres tuvieron que lanzar sus pelucas al mar y, en las cabezas rapadas, untarse manteca de cerdo, que en ese tiempo se recomendaba en el tratamiento contra los piojos.

A pesar de los traumas del viaje —en el que, por otra parte, no ocurrieron mayores calamidades— este traslado habría de traer consigo una decisiva transformación para Brasil que, de mero centro de exportación, se convirtió, gracias a este súbito empuje, en una nación que sobrepasó en poco tiempo al resto de las colonias de América donde las sangrientas luchas por la independencia estaban a punto de comenzar.

Embarque del príncipe hacia Brasil/Grabado de Francisco Bartolozzi/Wikimedia Commons
Embarque del príncipe hacia Brasil/Grabado de Francisco Bartolozzi/Wikimedia Commons

Joao decretó además el cese del monopolio comercial y abrió los puertos de Brasil al comercio internacional, sobre todo con Gran Bretaña y Estados Unidos, libertad que se extendió a otras naciones europeas luego de la caída de Napoleón I en 1815. El 16 de diciembre de este mismo año se declaró constituido el Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve, aunque el monarca no regresó de momento a Lisboa, sino que gobernó desde Río de Janeiro, que ya había empezado a adquirir el aspecto de una capital europea. Es el primer caso en la historia de una colonia transformada en metrópoli.

Los portugueses no aceptarían tranquilamente ese destino y, en 1821, reclamaron el regreso de su rey. Se había aprobado en Portugal una constitución liberal que, irónicamente, quería reducir de nuevo a Brasil a su condición de colonia, para lo cual contaban con tropas sobre el terreno. Fue así que el príncipe Pedro, hijo de Joao, que ya era rey como VI de su nombre, decidió quedarse y proclamar el Imperio de Brasil como una entidad separada de Portugal y de sus otras posesiones. Esa proclamación no se hizo sin resistencia de parte de los portugueses, los cuales se concentraron en algunas provincias; pero aunque hubo encuentros entre el ejército portugués y las milicias locales, la llamada “guerra de independencia” no se acercó a los niveles de violencia vividos por la misma época en casi todo el continente.

La coronación del emperador Pedro I. (Juan-Baptiste Debret/Wikimedia Commons)
La coronación del emperador Pedro I. (Juan-Baptiste Debret/Wikimedia Commons)

En realidad, el llamado “Grito de Ipiranga” (7 de septiembre de 1822) que hasta hoy marca el inicio de la independencia de Brasil, fue la proclamación de soberanía de Pedro I y el comienzo de un próspero imperio que se continuaría, en el largo reinado de su hijo Pedro II, hasta 1889 cuando la monarquía terminó de manera incruenta para dar paso a la república. La génesis de esta conducta hay que buscarla en aquella decisión, dictada casi sin duda por el miedo, de poner mar por medio y refundar un pequeño y antiguo Estado europeo en un inmenso y rico territorio de América.