La fórmula del rey Christopher

Precariamente protegidas por un decreto de la UNESCO, sobreviven en el norte de Haití las ruinas del palacio de Sans Souci y de la Ciudadela de la Ferrière, como monumentos a uno de los primeros déspotas del mundo latinoamericano: Enrique (Henri) I, un exesclavo que restauró la servidumbre de sus conciudadanos en un feroz reinado de opereta.

Para hacer más singular su biografía, Christopher Henry —que tal era su nombre de pila— no nació en Haití, sino probablemente en la inglesa isla de Granada (hay fuentes que le dan por patria la isla de St. Christopher) en 1767, de ahí por qué durante mucho tiempo prefiriera usar su nombre inglés al de Henri Christophe con que lo registró el plantador francés de la colonia de Saint Domingue que lo compró de adolescente. Pese a ocupar apenas un tercio de la isla La Española, el futuro Haití era entonces el sistema de plantación más rico de la tierra.

La revolución de las Trece Colonias —en la que el joven Christopher participó como parte de un regimiento de negros que los franceses enviaron para apoyar a los rebeldes— y la posterior revolución francesa tuvieron una dramática resonancia en el mundo colonial americano. La primera revolución de América Latina ocurriría en Haití, donde la riqueza era mucha, pero muchos también los abusos del sistema esclavista. Fue una revolución racial, por no decir racista, en que los negros sublevados mataron a casi toda la población blanca y destruyeron sus bienes o se apropiaron de ellos.

EN FOTOS: La primera fortaleza de América

La Francia revolucionaria, que acababa de proclamar los Derechos del Hombre, no vio con buenos ojos esa réplica en su más rica posesión del Caribe y allá envió sus soldados a sofocar la rebelión, como lo haría de nuevo Bonaparte un decenio más tarde; pero las temibles enfermedades tropicales se portaron, en ambos casos, como aliadas de los sublevados. Al fin, los franceses se fueron y surgió de las ruinas Haití; pero la nueva nación heredaba las taras coloniales de autoritarismo y corrupción. En esos años de guerra incesante, Christopher Henry, que se había destacado por su valor y su crueldad, llegó a alcanzar el grado de general.

Para entonces, el país, no obstante ser pequeño, se hallaba fraccionado. Christopher se hizo fuerte en el norte a partir de 1808 y, en 1811, se proclamó monarca: un reyezuelo pintoresco que pretendió emular el esplendor de las cortes de Europa. Enriquecido por la bonanza azucarera y el comercio con Inglaterra, empezó a llegarle dinero que destinaba a sus lujos y los de una improvisada aristocracia, en tanto el resto de la población se hundía en el envilecimiento y la pobreza.

Hasta media docena de palacios levantó su soberbia, edificados por el trabajo de millares de negros a quienes obligaban a trabajar otros negros en uniforme de húsares y dragones. Su manía de grandeza lo llevó entonces a concebir la erección de un castillo inexpugnable donde pudiera resistir, abastecido, un asedio de diez años. Fue así que surgió la Ciudadela de la Ferrière, en lo alto de un cerro casi inaccesible, destinada a ser la fortaleza más grande de América.

Se contaba que, una vez levantado el castillo, el rey asesinó personalmente al arquitecto para cerciorarse de que nadie más conocía los planos de aquella portentosa fábrica que él aspiraba a que ayudara a perpetuar su gobierno y su dinastía. Se contaba también que, paseando poco después por la falda del monte donde se alzaba el castillo, vio a varias cuadrillas de hombres que se esforzaban inútilmente en subir por la cuesta unos enormes y pesados cañones. El rey tuvo una inspiración súbita:

—Maten uno de cada siete, y que el resto suba los cañones.

Así ocurrió, y los cañones terminaron enmohecidos por la lluvia en los parapetos de la fortaleza donde el monarca, abandonado de todos, se suicidó en 1820 al dispararse una bala de plata en pleno corazón.

No obstante, el recurso brutal a que apeló para que subieran los cañones, consagró una fórmula —o principio— según la cual de la reducción de la fuerza laboral puede obtenerse un mayor rendimiento. En estos tiempos, cuando a diario tantas empresas disminuyen su nómina, no es gratuito afirmar que la fórmula del rey Christopher ha cobrado vigencia, aunque su aplicación no sea sangrienta.