El último Inca

El 18 de mayo de 1781 tenía lugar en la Plaza de Armas del Cuzco (Perú) la ejecución pública (como era usual entonces) de José Gabriel Condorcanqui Noguera, que ha pasado a la historia con el nombre de Túpac Amaru II: un cacique mestizo que reclamó para sí el título de Inca y que encabezó una sublevación indígena contra el poder colonial español casi 250 años después de la conquista.

Para algunos, se trató de un impostor que quiso legitimar sus ambiciones inventándose un linaje que le diera ascendencia sobre las avasalladas masas indias; para otros era el auténtico tataranieto de Túpac Amaru I, inca de Vilcabamba, que se enfrentó al incipiente régimen colonial en el siglo XVI y quien también murió en el patíbulo. En cualquier caso, Túpac Amaru II encarna el último gran intento de rebeldía en nombre del desaparecido imperio incaico y también el inicio de un movimiento insurreccional del que terminarían por adueñarse —y liderar— los criollos tres décadas más tarde.

Al principio, los españoles habían dejado en el virreinato del Perú un territorio autónomo en manos de la realeza indígena. Fueron estos los Incas de Vilcabamba que, sujetos a la corona de Castilla, seguían siendo los príncipes de su pueblo muchos años después de la muerte de Atahualpa.  Las autoridades coloniales se contentaban con cobrarles impuestos y enviarles misioneros: la cristianización de las Indias era una tarea tomada en serio.

El asesinato de unos sacerdotes y de unos embajadores mandados por el virrey desencadenó una guerra que le puso fin a ese rezago de soberanía. Los españoles asaltaron Vilcabamba, persiguieron al Inca fugitivo, a quien capturaron y ejecutaron junto con sus parientes y generales más cercanos, destruyeron las momias y reliquias de sus antepasados y dieron por terminada una dinastía que entorpecía sus planes de colonización. O, al menos, eso creyeron.

Sin embargo, más de dos siglos después, un cacique que decía descender de una de las hijas de Túpac Amaru, reclamaba del gobierno virreinal el título de Inca y, no obteniéndolo, optó por proclamarse a sí mismo emperador de América (Don José Primero, por la gracia de Dios, Inca Rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y Continentes de los Mares del Sur). No faltan los que advierten en esta proclama los signos de una delirante megalomanía; otros la interpretan como el primer grito contra una servidumbre continental y ven en Túpac Amaru II a un precursor del proyecto independentista que tocaría a Bolívar, San Martín y Sucre concluir.

Hombre culto, imbuido de las ideas liberales que prosperaban entonces en los círculos intelectuales europeos y que en América constituían delito, Túpac Amaru II, en su breve y precario imperio rebelde, abolió los más onerosos impuestos que agobiaban a indígenas y a criollos y dictó el fin de la esclavitud del negro, lo cual lo convierte en un pionero del abolicionismo. Pero su empeño estaba destinado al fracaso —por la falta de organización interna y la carencia de recursos para enfrentarse al aparato militar español—, no obstante el cuantioso número de hombres que consiguió poner en pie de guerra en poco tiempo.

Apenas cinco meses después de iniciada la gran sublevación, Túpac Amaru II caía en poder de los españoles que, al igual que dos siglos antes, decidieron hacer de su ejecución un espectáculo de público escarmiento. Conducido al Cuzco, donde fue sometido a brutales torturas, José Gabriel Condorcanqui fue condenado a muerte junto con su esposa y fiel colaboradora, Micaela Bastidas, sus dos hijos mayores, Hipólito y Mariano, así como un tío suyo y otros compañeros de lucha. La sentencia hacía explicito que el cabecilla rebelde debía presenciar la ejecución de su familia —a algunos de los cuales les cortaron la lengua antes de ser colgados— y que él sería descuartizado vivo por la tracción de cuatro caballos.

Ese tipo de pena, reservada en Francia a los regicidas, nunca se había puesto en práctica en América, y el ensayo, —por impericia de los ejecutores y robustez de la víctima— resultaría fallido. Aunque la fuerza de los caballos debe haberlo descoyuntado y pese a las estampas que lo muestran en ese atroz suplicio, Túpac Amaru II no sufrió esa muerte. Ante la inutilidad del esfuerzo, optaron por decapitarlo y luego lo descuartizaron en el tajo y expusieron sus miembros en varias provincias.  Los españoles no lograron, empero, sofocar la insurrección, que se mantuvo intermitentemente durante muchos años hasta encontrar una natural continuidad en las guerras de independencia.